viernes, 6 de agosto de 2010

EL ULTIMO DE NOVGOROD


Antonio Burgos.

HUBO un tiempo en que los cerdos con dos cabezas y las gallinas de cuatro alas sólo nacían en La Unión y en Puente Genil. ¿Había en esos pueblos una maldición del diablo? No. Había un buen corresponsal de la agencia Efe, que hacía noticia mundial lo que en los restantes pueblos no pasaba de habladuría de casino. Y exclusivamente en esos dos pueblos solían morir los últimos de Cuba. Un breve telegrama decía que a los noventa años había muerto el último mozo reclutado forzoso para aquella guerra. Parecía que a la guerra de Cuba nada más que hubiesen ido quintos de La Unión o de Puente Genil. Ocurría como con los cerdos con dos cabezas o las gallinas de cuatro alas: que sólo aquellos corresponsales daban dimensión de noticia a un tañido de muertos en la torre del pueblo. Breves líneas que recordaban cargas de los mambises, miedos a los machetes de los insurgentes de Maceo en su zafra de cabezas de españoles, bohíos incendiados, penosas marchas por la manigua de la provincia de Oriente, un uniforme de rayadillo y un sombrero de palma con la escarapela de la bandera de España.

Yo te diré por qué mi canción evoca ahora a otros últimos de otra Cuba. A los últimos soldados españoles que fueron a combatir el comunismo como voluntarios de la División Azul. Los últimos antiguos soldados de trenes de ventanillas florecidas de brazos en alto, de picos de camisas azules asomándoles por la guerrera del uniforme de la División 250, están muriendo en silencio. Ayer, junto a la mar de Cádiz, se me murió el último divisionario que yo conocía. Era el coronel y académico don José Pettenghi Estrada. Yo he estado con él muchas madrugadas de periódico en las trincheras del hielo, en el frío del frente de Leningrado. En su compañía. Pettenghi fue en Rusia el teniente de mi redactor-jefe, de Paco Otero. Y en las madrugadas de la redacción de ABC, mientras esperábamos oír el ruido de la rotativa como si fuera la artillería de los órganos de Stalin en Novgorod, Paco Otero me contaba miedos y grandezas, fríos y heroicidades, amoríos ruskis y nostalgias de un muchacho de la Macarena con el uniforme de soldado del Ejército alemán, a las órdenes de un teniente gaditano, humano y valiente, que se llamaba Pepe Pettenghi. Por eso puedo decir que yo he estado junto a aquel teniente en el lago Ilmen helado, en chabolas bajo la nieve, aguantando bombardeos rusos, de tantas noches de relatos bélicos de Paco Otero. Hasta me sé canciones de la soldadesca divisionaria. Quizá fue El Quini, corista del Carnaval de Cádiz disfrazado de soldado alemán con el escudo de Falange tatuado al brazo, quien le cambió la letra a la Kalinka: «Si no saltas pronto los parapetos/otro año a orillas del Volchov». O al Barrilito de Cerveza: «Te vas a pasar por lila/otro invierno en Krasnigborg».

Paco Otero me hizo la más viva descripción del miedo en una guerra. Una mañana, la compañía dormitaba en el búnker de primera línea. Entró de golpe muy alterado Pettenghi: «¡Venga muchachos, fuera, que los rusos han roto el frente!». Otero me lo describía de tal modo que sentía su frío, su miedo. Me decía Paco Otero:

-Pettenghi entró más nervioso que lo vi nunca. Y al ver que hasta él mismo traía el fusil ametrallador colgado del cuello, cruzándole el pecho, para entrar inmediatamente en combate, se me aflojaron las piernas...

Luego se fajaron con valor y se llenaron de honor en la batalla. Unos soldados de España, hechos una piña con su teniente, junto al palacio de Novgorod. Sí, de donde se trajeron, para que no la profanaran los soviéticos, una cruz ortodoxa. De donde quedaron muchas cruces de muchachos españoles en los cementerios, vino aquella cruz de Novgorod. Ahora una España de libertades la devuelve a la Rusia libre del comunismo que Otero y Pettenghi soñaban. Yo ahora tomo esa cruz rusa y en su memoria la coloco sobre la tumba del teniente Pettenghi. Junto a la mar gaditana del último de Novgorod.

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