viernes, 29 de noviembre de 2013

Presentación de la novela Once nombres de mujer.



Once nombres de mujer.

De Antonio Brea. Ed. Barbarroja.

Por Javier Compás.
Si no conociera a tantas mujeres inteligentes, levantarme cada mañana sería más duro. La frase no es de ningún pensador, filósofo o escritor medio famoso, es mía, así que perdón por la auto cita, que no es más que uno de esos ejercicios rápidos, ingeniosos y efímeros que ahora se llevan tanto en plan twitter o Facebook. Y me viene a la mente dicha frase pensando en la novela que Antonio Brea ha escrito, autor y amigo, por tanto, al que debo de agradecer doblemente su invitación a presentar su obra, una por confiar en mí como autor y otra por la amistad con la que me honra desde hace años, más de lo que parecen, parece mentira, los años que han pasado ya desde que empecé a frecuentar ciertas reuniones gastronómicas en el restaurante Jabalón, o quizás, debería decir, ciertas reuniones amistosas donde, en torno a las viandas y vinos facilitadas por nuestro amigo común Antonio Hoyos, nos dedicábamos a arreglar el mundo o, al menos, a intentar arreglar España, lamentablemente me temo que hemos arreglado poco, pero los buenos ratos no nos los quita nadie.
Pero no nos desviemos del objeto que hoy nos cita aquí, que no es otro que la novela de Brea, Once nombres de mujer. Y decía yo al principio lo de las mujeres inteligentes, pero que no se ofenda ninguna feminista al uso, aunque si se ofenden y nos hacen un striptease pectoral, bienvenido sea, a nadie le amarga un dulce, aunque venga de esas amargadas ninfas del ultra feminismo aborticida. Decía que nombraba a las mujeres inteligentes, pero no todas lo son, ya que, como en el resto de la humanidad, las hay más lerdas que un borrico de aguador, tontas del culo, estúpidas, monas a secas, guapas más malas y más buenas, y un largo etcétera, que de todo hay en la viña de Eva. Pues esas mujeres, más listas y más tontas, más guapas y más feas, han jalonado la vida de cualquier vecino que se precie, al menos a mí me ha ocurrido. Aquellas niñas en flor del barrio o del veraneo pre adolescente, los primeros y torpes besos, los roces buscados en el agua, en la butaca del cine de verano, los juegos de inocente sensualidad; aquellas niñas de faldas de cuadros escoceses y calcetines caídos que nos cruzábamos al salir cada cual de su colegio. Y la universidad, ese paraíso multicolor, donde teníamos nuestro ranking de facultades, ah! aquellas chicas de Farmacia, las pijas de Derecho, por cierto, recuerdo a una borrega hoy famosa, llamada Mercedes, martillo de ERES y presidentes de fútbol mafiosos, o las queridas compañeras de mi entrañable Facultad de Historia, con ese estilo hippy-obrero que anunciaba el perro flautismo de hogaño. Luego ya vinieron palabras mayores, la calle, los bares de copas, la movida de los ochenta, en fin, antes de que mi querido Antonio salte como Umbral gritando ¡aquí hemos venido a hablar de mi libro!, retomaré el hilo de su obra, que es de lo que se trata, aunque, como diría un guión manido de película de juicios americana, demostraré señoría que mis argumentos vienen a cuento. Porque resulta que Once nombres de mujer es la historia de un hombre, Julio, donde esta alineación, que no es ningún equipo de fútbol, suponen los hitos de su deambular desde esa pubertad descubridora, hasta su, digamos entre comillas, madurez. Mujeres que recuerdan el despertar del joven al sexo, al amor, a los desengaños, a los ligues frustrados, pero también, paralelamente, a los acontecimientos de una España que se despertó un día democrática, con decenas de siglas de partidos, con el mundial del 82, con la visita del Papá.
Julio se mira en su hermano mayor, militante de ultra derecha, a través de él, de sus amigos, de las mujeres con las que trata, irá descubriendo la vida, con su banda sonora, a ritmo de ska, con vespas y lambrettas de los mods, Quadrofenia, con la música londinense como telón de fondo del provincianismo de unos chicos sevillanos que pasan del colegio al instituto, que ven como corre la vida ante sus ojos.
Brea, a través de la vida de Julio, va pintando un cuadro de eso que se ha dado en llamar el mundillo patriótico, donde se confunden, para desgracia de todos ellos, añorantes del franquismo, con neo nazis, skins y falangistas, estos, los más perjudicados por ese totum revolutum de siglas y tendencias, arrastrados, como les ocurrió a sus mayores en el 36, por la corneta de la salvación de España, pero siendo ahora, en la llamada Transición, una triste mueca de las glorias y los sacrificios de antaño.
La vida, las mujeres, la política y, como no, la edad, van desengañando a nuestro protagonista. Brea, por el camino, aprovecha también para que los vaivenes de la política educacional de nuestro país se lleve lo suyo, el deterioro de la enseñanza y el hastío del profesor que tiene que dedicar más tiempo a mantener el orden que a enseñar. Julio se va aburguesando, agarrándose al voto útil incluso, de desengaño en desengaño, sobreviviendo.
¿Es una novela pesimista?, quizás, que juzgue el lector. Sí es una novela entretenida, fácil de leer, con más fondo del que aparentemente podrían hacer pensar las escaramuzas amorosas que se suceden, ya lo dije, meros hitos que van marcando las fases de la historia. Ágil, preñada de diálogos naturales, nada rebuscados, con los que se pueden identificar cualquiera de los jóvenes, y no tan jóvenes, que acierten a transitar por sus páginas.
Otra advertencia, no es una novela militante, bien es verdad que los personajes principales se mueven en cierto entorno político, pero el autor no se pronuncia, de hecho hay más de un miserable en las filas patriotas, quizás como un “yo acuso” de los males que aquejan a un sector socio político huérfano de proyectos viables, de sentido común, de velas desplegadas al futuro libres de las amarras nostálgicas y necrofílicas de un pasado demasiado abrumador.
Nos quedamos con ganas de más, pero la vida es así, pasan las mujeres que, en su momento marcaron nuestro presente, que, en nuestra romántica e ingenua eterna mente de niños enamoradizos, pensábamos que nos moriríamos si nos dejaban, pero pasan, todas pasan, se van como han llegado y, mientras encendemos melodramáticamente un cigarrillo y nos marchamos cabizbajos por la calle, mejor si llueve, si hace algo de viento y nos subimos las solapas del abrigo, somos capaces de enamorarnos de nuevo en la parada del autobús, en la caja de una tienda o, simplemente, aspirando el aroma de una chica que se cruza en nuestro camino. No amamos a una mujer, amamos a las mujeres, a una mujer formada por los trozos rotos de cada amor que se derramó en las cunetas de nuestro camino.
Como el amor a España, confuso, indefinido, atávico, que nos hace peregrinar de una ilusión en otra, esperando el tren definitivo que nos devuelva a la estación de la gloria y del imperio que, no nos engañemos, nunca existió en realidad.
Antonio Brea nos ha hecho volver al colegio, nos ha trasladado al instituto, donde, después de años de convivir en clase solo con chicos, nos creímos, entre el temor y la ansiedad, en el paraíso de la vida adulta, nada más lejos de la realidad, ni siquiera la facultad, los mejores años de nuestra vida, me lo dijo un catedrático de historia medieval y tenía razón, fueron más que una prolongación del útero materno, cálido, protegidos por un cuerpo de mujer. Fuera, la vida real, el trabajo, el pan con el sudor de la frente y la vida tramposa y mentirosa de los adultos, cuando los engaños empiezan a doler de verdad y cuando los errores se pagan con dolor.
Pero también hay alegría de vivir, copas, música, fiestas y viajes, el despertar a un mundo nuevo donde estamos solos, pero esa sensación de soledad es libertad, libertad para elegir nuestro propio camino. Que verdad es que para hablar del mundo lo mejor es centrarnos en  nuestro entorno más inmediato, Brea lo hace y, con las pequeñas historias cotidianas de cada cual nos habla de las verdades de ese mundo.
Nos perdemos con Julio por las Siete Revueltas, metáfora del laberinto de la vida, de la amistad, del amor, de la familia, de esas mujeres que con sus amores y con sus desengaños nos enseñaron a ser mejores personas, nos enseñaron a vivir, gracias a ellas, a las once, a todas las que nos han hecho un poco más felices en este valle de lágrimas.

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